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Estamos asistiendo a la mayor crisis migratoria y humanitaria en Europa, después de la Segunda Guerra Mundial. El mar Mediterráneo se ha convertido en el testigo de la travesía de más de un millón de inmigrantes que huyen del terror, el hambre y la guerra y, lamentablemente, también, en el cementerio de varios miles de seres humanos que ahogan sus esperanzas perdiendo la vida.

¿Tiene algo que decirnos Claret ante este drama que la sociedad muchas veces intenta no mirar levantando murallas materiales o tomando distancias de indiferencia e insensibilidad?

Detengámonos en una de las etapas más dura y menos conocida de la vida de Claret, en la que fue un refugiado y se convirtió en un protector de los más desfavorecidos.

Claret en busca de refugio como Jesús, María y José

El 30 de septiembre de 1868, Mons. Antonio Mª Claret abandona definitivamente España y lo hace como un desterrado político. La revolución llamada “La Gloriosa” había estallado y el ejército monárquico había sido vencido. La reina Isabel II, que se encontraba cerca de San Sebastián (norte de España), tiene que huir precipitadamente a Francia, sin poder pasar por Madrid. Entre su séquito le acompaña su confesor, Mons. Antonio Mª Claret, quien a partir de ese momento se convierte en un refugiado. Así lo vive interiormente desde el inicio de su viaje, tal como lo expresa en una carta: “En el mismo día empecé la meditación de cómo Jesús, María y José pasaron a Egipto; y así en espíritu acompañé la Sagrada Familia…” (EC., II, 1326).

Después de un largo día de viaje, la comitiva real encuentra refugio en la ciudad de Pau, donde permanece durante cinco semanas. Allí, Mons. Claret se entera de que la violencia revolucionaria había asesinado al primer mártir de su congregación de misioneros, el P. Francisco Crusat; por ello escribe al superior general para expresarle el gozo de saber que uno de sus hijos ha alcanzado la palma del martirio y su dolor de no ser él el primero (cf. EC., II, 1297-1299).

Va más allá de sus compromisos oficiales

El 6 de noviembre el obispo misionero, junto al séquito real, llega a París. La familia real se hospeda en el Hôtel de Rohan, en cambio el misionero, en el colegio des Soeurs de Saint Joseph, donde permanece durante cinco meses. Sus obligaciones oficiales consisten en celebrar la misa diaria con las monjas, confesar a la reina y dar clases de catecismo al príncipe y a las infantas; también administra el sacramento de la confirmación. Sin embargo, su inquietud apostólica le lleva a ir más allá y salir al encuentro de un grupo de hispanos residentes en París. Durante la cuaresma de 1869, los seis primeros jueves predica en la capilla de Saint-Nicolás de chapelle-beaujon-jpg-2Beaujon, que podía acoger a 250 personas, pero que en realidad, recibe a muchos más, tanto así, que los últimos jueves tuvo que limitarse el acceso solo a los hispanos y a través de tarjetas de invitación. Aun así, había familias francesas e inglesas que estaban dispuestas a pagar un precio equivalente a un billete de la ópera para escuchar al misionero. Su predicación se caracteriza por un estilo sencillo, claro y directo, diferente del estilo que utilizaban los predicadores franceses más famosos del momento. No habla de política ni de los recuerdos de su España añorada, sino que centra su predicación en la explicación de la ley de Dios. Expone que Dios ha creado el universo con dos motores: ha dado la atracción a la materia y el amor al espíritu. No es extraño que en su predicación el arzobispo misionero insista en uno de sus temas preferidos: el amor como el fuego que mueve la vida del cristiano.

Los principales frutos de las conferencias son tres. El primero, el espíritu de conversión expresado en las numerosas confesiones que provoca y que el misionero atiende tanto en la capilla donde predicaba como en la del colegio donde residía. El segundo, tal como resalta un periodista de la época, es el hecho de reunir en un solo auditorio a personas de tendencias políticas tan divergentes y hasta opuestas; sus conferencias trascienden los conflictos ideológicos que dividían a los españoles de ese tiempo. El tercer fruto es el de la solidaridad, tal como lo presentaremos a continuación.

Se deja afectar por el sufrimiento de los extranjeros más necesitados

Mons. Claret no sólo predica y confiesa a la élite española en París, sino que su corazón de pastor contacta con el sufrimiento de los extranjeros más necesitados que no tienen recursos para vivir. Así lo confiesa en una carta, cuando afirma: “En ésta [París] los extranjeros necesitan protección, o si no se desesperan, se suicidan (quedé horrorizado el otro día, cuando leí que los que se suicidan en París son 1.200 por año)” (EC., II, 1375).

El misionero queda horrorizado del dolor y la muerte de sus hermanos y sus entrañas misericordiosas de buen pastor no le permiten quedarse con las manos cruzadas. Podría justificarse diciendo que es un anciano cansado o un refugiado fuera de su patria; sin embargo, tal como acostumbraba ante los desafíos que encontraba, se pone en las manos de Dios y trata de dar una respuesta eficaz. Así lo expresa en una carta: “Dios N. S. se ha querido valer de mí para fundar unas conferencias de la Sagrada Familia, Jesús, José y María, para favorecer a los españoles, hombres, mujeres y niños, que vengan a ésta [París] de la Península o de América…” (EC., II, 1375).

Sus conferencias de cuaresma no quedan solo en una conversión íntima y personal, sino que da frutos de solidaridad. El mismo misionero nos explica en qué consistieron estas conferencias que funda: “Una de señores y otra de señoras, cuyo objeto es amparar, proteger, dar colación a cuantos españoles se presenten… En la última conferencia espiritual o sermón que les hice les expliqué el plan, hicimos una colecta para pagar los gastos de la iglesia, y lo que quedara les dije sería para empezar las conferencias de la Sagrada Familia. Se recogió una suma de consideración, y en efecto así ha sido” (EC., II, 1375).

¿A qué nos desafía el testimonio de Claret, hoy?

Claret nos invita ante todo a dejarnos horrorizar por el drama de la muerte de tantos hermanos nuestros que huyen de su tierra. En segundo lugar, a sentirnos responsables de sus necesidades para evitar la muerte absurda. En tercer lugar, a no dejarnos atrapar por las razonables escusas que nos permiten quedarnos con los brazos cruzados. En cuarto lugar, a ponernos en las manos de Dios y dejar que a través de nosotros Él muestre su misericordia y su ternura a quienes más sufren. En quinto lugar, a hacer algo en favor de nuestros hermanos ya sea de forma personal como a través de asociaciones que ayuden eficazmente a quienes más lo necesitan.

Que Claret nos ayude a ponernos en camino con Jesús, José y María para acompañar a quienes siguen siendo exiliados, desterrados y refugiados.

(Bibliografía: C. FERNÁNDEZ, El Beato Padre Claret, Madrid [1947], 797-803; F. ALBA, Saint Antoine Marie Claret. Un Carême a Paris: Studia Claretiana XXI (2003-2004) 145-148; F. ALBA, La route de l’exil. Claret a Paris, [material inédito] 1-7).

Este artículo ha sido modificado el 11 de noviembre de 2016 gracias a las aportaciones del P. Félix Alba, cmf, de la Delegación Claretiana de Francia, quien al leer la primera versión envió algunas precisiones de carácter histórico a partir de sus investigaciones en los archivos de París. Agradecemos al P. Félix su colaboración y animamos a todos nuestros lectores a ser parte activa de esta web.

P. Carlos Sánchez, cmf