En uno de los capítulos más importantes de la Autobiografía, el “de la virtud del amor de Dios y del prójimo” (c. XXX), Claret nos presenta la caridad como el fuego de la locomotora de un ferrocarril (Aut. 441). Esta máquina, inventada a principios del s. XIX y hoy pieza de museo, tuvo que causar una enorme impresión en él y sus conciudadanos, semejante a la que a principios de los años 90 creaba en nosotros el tren AVE de alta velocidad. No es para menos en un hombre que “andaba solo y a pie” (Aut. 460). Con el tiempo tuvo que subir a estas máquinas de fuego y vapor en sus viajes con la SS. MM. los Reyes por toda la geografía española.

Observando el funcionamiento de estas máquinas vio como al igual que el fuego mueve la locomotora, el “fuego” del amor mueve al misionero. Si en la reflexión anterior dábamos un sucinto trazo de cómo se manifiesta el amor de Dios al hombre, ahora daremos alguna pincelada de cómo ha de ser nuestro amor a Dios.

En primer lugar, una obviedad, nuestro amor hacia Él nunca podrá ser igual al de Él por nosotros, que es el mismo Amor (cf. 1Jn 4,8). De manera que el evangelizador hablará movido por un amor que exige reciprocidad y correspondencia, pero no simetría. Nuestras relaciones de amor nunca son simétricas; ésta es una de las razones que frustran tantas relaciones de pareja: exigir un amor igual a aquel o aquella con la que se comparte la vida. De ser así, Dios nos habría abandonado hace tiempo, pues por nuestras carencias nunca podremos responder a un amor ilimitado como el suyo.

Eso sí, debemos hacer todo lo posible por amarle, pero siempre será con “nuestro pobre corazón”. Esto es lo que le sucede a Pedro en su diálogo con Jesús Resucitado a orillas del mar de Galilea (cf. Jn 21,15-19). Hay un juego de dos formas del verbo “amar”, una total y sin reservas (“agapáo”) y otra como un amor de amistad, tierno pero no total (“filéo”). Las dos primeras veces pregunta Jesús con el verbo “agapáo” y Pedro le responde, tras su experiencia de negación (cf. Jn 18,25-27), con el verbo “filéo”, es decir, manifestándole que le ama con su pobre corazón. Y la tercera vez que Jesús le pregunta sucede algo sorprendente, utiliza el verbo “filéo” (“¿Pedro, me amas con tu pobre corazón?”), quedando Pedro una vez más totalmente desarmado ante Jesús: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo con mi pobre corazón” (Jn 21,17). Dios, por medio de la persona de su Hijo Jesucristo, se adapta al pobre corazón del hombre para que viva desde el consuelo, la esperanza y la confianza.

Esta conciencia de debilidad no nos ha de desalentar, y debemos seguir a Jesús y anunciar su Reino con nuestra propia fragilidad. Pero esto no ha de ser nunca una excusa para no incentivar nuestro amor a Dios. Es lo primero en nuestra vida (cf. Lc 10,27-28); de manera que todo lo que hagamos para avivar este “fuego” reactivará nuestra condición de discípulos y misioneros.

¡Adelante!, a esto estamos llamados todos.

 

Juan Antonio Lamarca cmf.