MADRID. Nochebuena de 1864. La alegría de los villancicos traspasa la fría noche, mientras las gentes acuden presurosas a la Misa de Gallo. El arzobispo y fundador de los Misioneros del Corazón de María, San Antonio María Claret, confesor de la Reina Isabel II, va a celebrar la misa de medianoche al convento de las Adoratrices. Todos los años solía celebrar las tres misas de la Navidad y pasaba allí, en la capilla de las Religiosas, seis horas, confesando, predicando y orando. La voz del arzobispo se había roto de ternura hablando del Niño de Belén y de la Virgen Nazarena, causa de nuestra alegría.

Comenzó la misa. Algo extraordinario debieron notar en él las Religiosas, pues no dejaron de anotarlo y referirlo en repetidas ocasiones. Y no era extraño, porque la misma Reina le había visto también más de una vez rodeado de resplandores, mientras celebraba en la ca­pilla de Palacio. Ahora, su rostro transfigurado, su recogimiento, el temblor de su voz, delataban ocultas emociones en el corazón del arzobispo. Sobre todo al entonar el mismo himno que los ángeles cantaron aquella noche venturosa en Belén: “Gloría a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»…

Terminó la misa. Estaba dando gracias en el presbiterio. Junto a él, su capellán, y en la capilla, las Adoratrices, presididas por su fundadora y dirigida del P. Claret, Santa Micaela del Santísimo Sacramento. De pronto se iluminó el rostro del arzobispo. Sus ojos brillaban fijos y extáticos. Sonreía y lloraba a la vez. Brotaban de sus labios palabras entrecortadas. De rodillas en el reclinato­rio, sus brazos se extendían sobre el raso del almohadón y se iban levantando suavemente hacia la altura, para caer después cerrados en dulce abrazo sobre el pecho.

«Las hermanas —escribe una religio­sa— decían que durante la acción de gracias el P. Claret había estado en éx­tasis largo rato».

Ya en la calle, su capellán y confiden­te, intrigado por lo que había visto, se atrevió a insinuarle:

—Excelencia: ¡Nochebuena!

— ¡Ah!, sí, Nochebuena!

—¿Algún regalo de Dios; algún agui­naldo de Navidad?

El arzobispo sonrió y calló. Pero poco después en íntima confidencia, y como si no pudiera ocultar al gozo que le llenaba el alma, le dijo:

—Esta noche, la Virgen ha puesto al Niño Jesús en mis brazos para que lo acariciara. ¡Qué hermoso era!…

Palabras solemnes que ha recogido la Historia y ha glorificado el arte. Todos los biógrafos del santo refieren este hecho conmovedor. Millones de estampas lo han divulgado por el mundo y es uno de los episodios claretianos que con más devoción ha recibido la piedad de los fieles.

Nochebuena de 1864. Nunca había sido tan buena para San Antonio María Claret. La Virgen le hizo el mejor regalo de Navidad.

P. Federico GUTIÉRREZ, c.m.f.

(Noticia aparecida en el diario ABC, Sevilla, martes 26 diciembre 1961).