Claret en Cuba

Claret fue consagrado arzobispo de Santiago de Cuba el 6 de octubre de 1850, en la catedral de Vic. El 18 de febrero de 1851 tomó posesión de su Sede, en la cual permaneció hasta el 22 de marzo de 1857, día en que salió de Santiago en dirección a La Habana. Desde Madrid, continuó administrando la archidiócesis hasta el 8 de marzo de 1860, en que su sucesor, D. Manuel María Negueruela, tomó posesión de la Sede.

Para conocer cómo era la realidad de esta archidiócesis en tiempos del misionero, dejémonos guiar por él mismo que tomó la decisión de conocerla a fondo. Antes de viajar a Cuba trató de informarse lo más posible y, apenas llegó al terreno aprovechó las visitas pastorales para tomar contacto directo. Después de hacer la primera visita escribió a la Reina: “Ya he recorrido, Señora, gran parte de mi vasta Diócesis; ya he palpado por mí mismo las llagas de que adolece; he estudiado el mal en sus resultados; he descubierto su origen, y no es otro que abandono y perfidia…” (EC I, 647). Se dio cuenta de inmediato que estaba en medio de una realidad muy diferente a la que había estaba acostumbrado en Cataluña y en Canarias.

La isla más extensa de las Antillas contaba con amplios terrenos que la convertía en el escenario ideal para las plantaciones de caña de azúcar, tabaco y café. Estos productos constituyeron el nuevo oro de una época de países industrializados que buscaban ansiosamente materia prima para sus grandes negocios. Gracias, sobre todo, al azúcar, Cuba gozaba de un período de auge económico. Hugh Thomas tituló a la etapa comprendida entre 1825 y 1868 La edad de Oro y afirmó: “La riqueza de Cuba entre 1823 y el final del siglo XIX alcanzó altísimos niveles. Los prolongados poderes absolutos de los capitanes generales se convirtieron también en una verdadera dictadura… La esclavitud y el tráfico de esclavos, aunque este último era ilegal, eran las instituciones sobre las que se asentaban la riqueza y la dictadura” (cf. THOMAS, Hugh, Cuba, la lucha por la libertad, 1762-1909, Barcelona, 1973, 153).

La población cubana había superado el millón de habitantes, de los cuales unos 450.000 eran negros, unos 60.000 chinos, unos 30.000 de varias procedencias, entre ellas, haitianos, franceses, ingleses, norteamericanos, portugueses, etc. El resto eran hispanos, de los cuales, la mayor parte habían nacido en Cuba y se les llamaba los criollos. La riqueza había traído tal progreso económico que, en 1830, Cuba fue el primer lugar de toda América Latina que contó con una línea de ferrocarril, incluso, antes que la Metrópoli. Pero, desgraciadamente, este progreso se fundaba, sobre todo, en la sangre y los sudores de los esclavos. Se calcula que entre 1823 y 1865 entraron en la isla unos 400.000 esclavos, comprados en África; en 1841, constituían el 43,5 por ciento de toda la población. También la Isla era un hervidero de ansias de independencia, pues, fueron años en que se multiplicaron los movimientos de sublevación contra España, situación que se agravaba por la fuerte división interna sobre este tema. Unos pretendían conservar el status quo tal cual y otros anhelaban la independencia de España ya sea de forma total o como anexión a los EE.UU. que garantizaba la subsistencia de las leyes esclavistas.

A nivel eclesial, la Isla estaba delimitada en dos diócesis, la de La Habana y la de Santiago de Cuba. Esta última era la más antigua y abarcaba un territorio de 55.000 kilómetros y una población de 240.000 habitantes, para los cuales se contaba sólo con 125 sacerdotes distribuidos en 41 parroquias. La archidiócesis llevaba 14 años sin arzobispo ya que Mons. Cirilo Alameda i Brea, uno de los eclesiásticos más politizado del siglo XIX, tuvo que huir en 1837 para evitar ser encarcelado por haberse declarado abiertamente del bando carlista. Esta prolongada ausencia del pastor había causado relajamiento en el clero y desatención pastoral, mucho más, si tenemos en cuenta que, en 1835, al igual que en la Península, fueron expulsadas todas las congregaciones religiosas, que eran las que llevaban la principal parte de la evangelización. El nuevo Arzobispo se encontró con una situación precaria en todo sentido.

Como resumen podemos afirmar que entre los principales desafíos sociales de esta época cubana se encontraban: el lacerante problema de la esclavitud, las injusticias de parte de muchos comerciantes europeos convertidos en burgueses tiranos, la fuerte red de corrupción política que se había tejido, las escandalosas diferencias sociales, la crispada situación a favor o en contra de la independencia, la influencia de los EE.UU. buscaba campos para ampliar su influjo económico, la prohibición de los matrimonios interraciales y una oleada anticlerical que procedía de grupos masónicos procedentes de Europa.

¿Cuáles fueron las claves del análisis de la realidad que hizo el nuevo Arzobispo? En varias cartas, Claret reveló que su estudio de la realidad se dirigía, sobre todo, a descubrir las causas de los males que impedían que su pueblo viviese la fe en medio de su ambiente social. No fue un obispo espiritualista que se refugiase en el mundo intra-eclesial, de espaldas a la realidad que sufría su gente. En la lúcida carta que dirigió al P. Esteban Sala, a los dos años de su llegada a Cuba, manifestó su preocupación al descubrir con dolor la presencia de “unos principios de destrucción, de corrupción y de provocación de la divina Justicia, que seguro que lo conseguirán” (cf. EC I, 704-707).

Para Claret esos principios de destrucción no eran teóricos, sino que estaban encarnados de forma especial en tres grupos de personas que, en la misma carta, enumeró y describió. Primero, los abogadillos, que eran jóvenes que habían estudiado derecho en EE. UU., que no vivían como cristianos y que favorecían los intereses de potencias foráneas. Segundo, los negreros, que eran personas que, si bien bautizaban a sus esclavos, vivían “como brutos” que no reconocían la dignidad del ser humano, trataban a los hijos de Dios como si fuesen caballos o yeguas e impedían la evangelización de los esclavos. Tercero, los grandes comerciantes, de los que afirmó: “son pésimos, nunca confiesan, ni comulgan, ni van a oír Misa, todos viven amancebados, o tienen ilícitas relaciones con mulatas y negras, y no aprecian a otro Dios que el interés”.

En la carta dirigida a la Reina, que ya hemos mencionado, Claret profundizó en las raíces de los males sociales y habló del abandono y la perfidia. Se refería al abandono en que se encontraba el pueblo sencillo porque el clero no estaba suficientemente formado y porque a las autoridades civiles, movidas por intereses mezquinos, no promovían ni la justicia ni la paz. También, se refería a la perfidia que suponía el proselitismo de las sectas protestantes, que alentaban en los isleños la confusión religiosa y la desafección a España. En medio de los inevitables condicionamientos ideológicos del siglo XIX, el Arzobispo acertó con la raíz de los males: la falta de líderes preparados y la necesidad de una educación católica integral. Llegó a decir con énfasis a la Reina: “No dejemos la educación en manos de especuladores como si fuera una mercancía cualquiera; prescindamos de preocupaciones, y si encontramos un instituto sabio y santo en la Iglesia y capaz de amalgamar perfectamente las luces del siglo con la luz del evangelio; llamémosle en nuestra ayuda… miremos solo a los males de la sociedad que exigen pronto remedio…” (cf. EC I, 650).

Al agudizar su mirada para detectar los males de su archidiócesis, Claret nunca perdió de vista el conjunto de la realidad, pues, también supo descubrir sus bondades. En la misma carta dirigida al P. Sala afirmó: “El pueblo no puede estar en mejor disposición, todos asisten a la santa Misión y a recibir los santos sacramentos…” (cf. EC I, 706). En una carta anterior, dirigida a D. Fortian Bres, afirmó: “… no se puede figurar la docilidad de estas gentes, el fruto que han hecho las misiones y están haciendo actualmente; qué fervor! qué devoción!…” (cf. EC I, 620). El Arzobispo percibió el alma religiosa de sus fieles abierta a las semillas del Evangelio y supo que valían la pena todos sus afanes misioneros y sus desvelos por mejorar su vida espiritual y social.

Llama la atención que Claret rompa los moldes eclesiásticos de la época al hacer este tipo de análisis de la realidad tan perspicaz y audaz, aun cuando no se contaba con los actuales recursos sociológicos. Él no era un estudioso teórico de la realidad, era un misionero que se preguntó: ¿Por qué el mensaje del evangelio no arraigaba en el corazón de sus fieles y no impregnaba su vida social y cultural? Era un hombre práctico que analizó la realidad para emprender con acierto sus acciones misioneras.(Fragmento del texto de  SÁNCHEZ Miranda, Carlos, director del CESC. La promoción de la justicia, la paz y la integridad de la cración en la acción misionera de San Antonio M. Claret como arzobispo de Santiago de Cuba. Taller sobre JPIC & Solidaridad, 3 de febrero de 2014, Vic, Cataluña, España).

 

Catedraltarde

Catedral de Santiago de Cuba.