Volvemos al tema del amor a Dios. En esta ocasión compara Claret la caridad en el evangelizador con “la máquina de un buque de vapor, que todo lo arrastra con la mayor facilidad” (Aut 441). Se trata de una imagen muy parecida a la del fuego de un fusil y el de una locomotora de ferrocarril. Le inquietaba a Claret el tema hasta el punto de tomar como lema de su escudo episcopal la frase de San Pablo: “El amor de Cristo nos urge” (2Co 5,14). Él tiene muy claro que sin esta caridad nuestro anuncio no sirve para nada; podremos estar muy instruidos y resultar muy elocuentes ante cualquier auditorio, pero sin el fuego de la caridad no movemos nada.

Una de las características del amor es que iguala, hace semejantes. El amor nivela a los amantes. Y en este sentido Dios dio el mayor y primer paso con la encarnación de su Hijo, y ahora nos toca a nosotros dar el siguiente para acercarnos más a Él. Y ¿qué podemos dar nosotros si no hay nada que le falte? ¿Cómo le podemos corresponder? Devolviéndole algo que le pertenezca, aunque no aumente su perfección infinita: hacer de nuestro ser un don de Dios, ya que tenemos nuestro origen en Él mismo. Es poder decir como dice la primera carta de Juan: “Nosotros somos de Dios” (1Jn 4,6). Pertenecemos solo a Dios, hasta el punto de que ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. El amor, tal como aquí lo presentamos, es inclusivo, no exclusivo; es decir, el amor a Dios mueve al amor al prójimo. Dicho de otra manera, el amor a los demás es lo que verifica nuestro verdadero amor a Dios.

Gracias a la libertad nos hacemos dueños de nosotros mismos para darnos a Dios y hacerlo dueño de nuestra vida. Este amor a Dios nos arrastra y hace de nosotros hábiles instrumentos suyos. El amante de Dios goza de una eficacia que es pura gracia. Todas las empresas apostólicas que realiza las siente sin mérito propio, pues hay un Motor que le mueve, y puede decir con San Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).

Cuando se descubre este amor se lamenta el tiempo perdido. Esta experiencia la han vivido muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia y nos ha dejado una de las más hermosas páginas de la espiritualidad cristiana bajo la pluma de San Agustín: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y sobre estas cosas hermosas que tú creaste me arrojaba deforme. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Lejos de ti me retenían aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y más tarde me gritaste, y rompiste finalmente mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, lo inhalé en mi respiración, y ahora suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me encendí en deseo de tu paz” (Confesiones X, 27, 38).

Sigue el consejo de San Agustín: busca dentro de ti y hallarás. ¡No pierdas tiempo, pues, fuera de este amor, “todo es vanidad” (Ecl 1,2)!

 

Juan Antonio Lamarca cmf.